Suerte te dé dios y el saber nada te importe. Refrán popular
Por Marco Antonio Zárate Mancha.
Manuel Cota Aguilar, era un hombre instruido. Les sabía bien a las computadoras y a la programación. Estoy refiriéndome a ese tiempo en que los equipos de cómputo solo se vendían a través de grandes distribuidoras, allá por 1988. Hasta una caja de disquetes de 5¼ se tenía que comprar con minoristas. Lo conocí en la Ciudad de México en un interesante proyecto llamado Red de Información Tecnológica de Países de América Latina, Asia, África y Europa, financiado por el Banco Nacional de Comercio Exterior, Bancomext; el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD y la empresa de comunicaciones italiana Hermes. Él era director del proyecto y al paso del tiempo nos hicimos buenos amigos. Había nacido en Santa Rosalía, Baja California Sur. Gustaba de la buena lectura y tenía una cultura muy superior a la media.
En una ocasión me contó la anécdota de un lugareño de Santa Rosalía, famoso por ser poco o nada laborioso. Más bien dado a la holganza… Pues resulta que en una ocasión llegó un circo a Santa Rosalía. Y el pueblo estuvo de fiesta por varias semanas. El circo de marras, además de los malabaristas, payasos y magos, poseía varios animales que ayudaban al espectáculo. Entre la diversa fauna cargaba un rinoceronte.
Resulta que al rinoceróntido algo le cayó mal y enfermó; el veterinario que con urgencia llegó de la capital del estado, después de hacer una concienzuda revisión, recomendó que no se llevaran al animal, ya que en el estado en que se encontraba no resistiría el pesado trajín del camino. Y es que para ese entonces, los trabajadores ya se aprestaban a levantar la carpa para continuar su caravana hacia el sur, hacia Ciudad Constitución, luego La Paz. Eso presentaba un enorme problema: ¿quién se encargaría de cuidar al animal todo ese tiempo? No era posible encargarle la responsabilidad a un trabajador del circo, dado que todos eran necesario para montar el pabellón y cuidar a los demás animales. Aparte de que para la empresa representaba mayores gastos, tanto en hospedaje como alimentación, así que esa opción, juzgaron, no era viable…
Por otro parte, el veterinario se zafó del compromiso, pues tenía que regresar a su lugar de residencia para atender su negocio y tampoco podría atenderlo; aunque eso sí, puntualmente prescribió con detalle el tratamiento que llevaría el animal. Para suavizar el asunto, el facultativo dijo que en realidad lo único que se tenía que hacer era arrimarle su pienso, tenerle agua limpia y suministrar los medicamentos a las horas indicadas. Eso era todo. Y he aquí que unos y otros se volteaban a ver, pero nadie se animó a tomar semejante responsabilidad. Entonces el párroco sugirió que esas tareas bien las podría realizar “El Chago”. Tal era el mote de aquel hombre ya entrado en sus 50 y tantos años y que en la vida había dado golpe. La paga era atractiva, pues el animal era una de las mayores atracciones, así que ofrecieron buena retribución por el cuidado de su rinoceronte. Y El Chago, después de hacerse un poco el remilgoso, acicateado por párroco y veterinario, quienes insistentes le hicieron ver que la paga era muy buena y poco trabajo que realmente representaba, finalmente aceptó el compromiso.
Pasaron los días y el rinoceronte permanecía cómodamente amarrado bajo el frondoso y fresco follaje de un árbol y poco a poco se recuperaba. Siempre con su pienso, su forraje, recién cortado y una amplia palangana con suficiente agua; mientras, El Chago, casi sin despegársele, la mayor parte del tiempo la pasaba recargado bajo la tranquila sombra del árbol, su sombrero tapándole la cara mientras plácidamente dormitaba. Pronto fue parte del paisaje pueblerino. Los lugareños reían frente aquel espectáculo y le daban recia carrilla al El Chago. Le gritaban, al tiempo que carcajeaban: ¡No te acabes rinoceronte…! ¡No te mueras rinito…! Festejaban… ya que mientras el animal estuviera vivo, él seguiría recibiendo su cómoda pensión sin hacer mayor esfuerzo.
Así que la anécdota ha pasado el cedazo del tiempo y cuando alguien está en una posición cómodamente recibiendo buen dinero y sin mayores esfuerzos, se le recuerda aquella descansada época de El Chago, y el grito de la raza no se deja esperar: ¡No te acabes rinoceronte…! ¡No te mueras rinito…!
Marco Antonio Zárate Mancha
Estudió ingeniería mecánica en la Universidad Michoacana. En sus inicios trabajó en el Grupo ICA. Posteriormente colaboró en la Secretaría de Programación y Presupuesto, en el Sistema Alimentario Mexicano de la Presidencia de la República. A su paso también se ha desempeñado en la Canacintra México, en el programa TIPS de Bancomext, en el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial, en el Gobierno de Michoacán y en el municipal de San Luis Potosí. Ha sido y es empresario y esporádicamente ha colaborado en diversas publicaciones impresas y electrónicas, como: Quadratín, Homozapping, revista AM Blues, Alternauta, Revista Transformación de Canacintra y Fórum Financiero, entre otros.
