“In becoming an Immortal, the protagonist loses his identity”
«El Inmortal»
Marco Antonio Zárate Mancha
A Sergio Alejandro Gómez Velázquez
En el epílogo de «El Aleph», Borges señala que «El inmortal» corresponde al “género fantástico”. Esa magistral pieza entrelaza los laberintos, omnipresentes en enorme pluralidad de sus textos. Lo está también el tiempo. Borges ha escrito en «Historia de la eternidad»:
“El tiempo es un problema para nosotros, un tembloroso y exigente problema, acaso el más vital de la metafísica; la eternidad un juego o una fatigada esperanza”.
La sustancia de la vida, como la entendemos, está hecha de espacio – tiempo. Ambos son consustanciales; lo interesante y apasionante de la vida es que nosotros ocupamos un espacio y, en la medida que tenemos consciencia, computamos tiempo. Al final de la existencia ese espacio que alguna vez ocupamos se torna deleznable en apenas nimias motas de polvo estelar. Y en el tiempo, no somos más…
En el crepúsculo de su vida, Borges declaró que al morir esperaba disolverse en la nada. Que estaba cansado de ser Borges. Y es que en «El inmortal» atisba el infierno de una vida perpetua… Eterna. Nada te extingue. Nos narra que un hombre rodó por un despeñadero y pasaron setenta años para que le lanzaran una cuerda. En un hombre inmóvil, acostado, —cuenta— anidó un pájaro en su pecho…
La inextricable ciudad de Los Inmortales era precisamente eso: Un laberinto. Pero el tiempo había trabajado sin tal propósito la Ciudad de los Inmortales. Hoy comenzaban a construir una escalera y a la mitad variaban diseño y finalidad. Y es que, nos dice Borges:
“Un laberinto es una casa labrada para confundir a los hombres; su arquitectura, pródiga en simetrías, está subordinada a ese fin”. (Pero, también reflexiona) “No (se) precisa erigir un laberinto, cuando el universo ya lo es”. ¿Acaso los hombres que bebieron del río que purificaba a los hombres de la muerte no quisieron ser dioses? ¿Acaso la inmortalidad no es una cualidad de las divinidades? Sin embargo en los hombres sería un completo despropósito, es trasgredir las leyes del Universo y los que han osado burlarlas han pagado cara esa osadía.
Hay —nos dice Borges— una esperanza para los bebedores del agua purificadora de la muerte, y es esta:
“Existe un río cuyas aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas aguas lo borren”.
En ese sentido, el agua purificadora de la muerte reveló la atroz perpetuidad y en algún momento habría compelido a «El Inmortal» a fatigar la Tierra para buscar ese desencantamiento, ya que:
“[…] en un mundo finito, los ríos serán también limitados y un viajero inmortal que lo recorra, acabará algún día haber bebido de todos”.
Borges nos regala pues, una obra producto de su erudición, de su conocimiento de la Odisea, de la metafísica y explora el sinsentido de la inmortalidad. Me quedo con este fragmento de «El Inmortal»:
“Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás, en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda, que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto…”
Para Kafka es el mito de Prometeo que lo hace reflexionar sobre una vida cuasi infinita, cuasi inmortal. En ese afán, emplea y compendia diversos escenarios finales para ese mito.
Como se recordará, el Titán —Prometeo lo era— robó el fuego del sol para entregárselo al hombre: su creación. Sin embargo, al hacerlo desobedeció a Júpiter, ya que el fuego sagrado estaba sólo destinado a los dioses.
Júpiter, encolerizado, urdió un castigo ejemplar para Prometeo: le hizo encadenar a una enorme roca en lo alto de una montaña —el Cáucaso— en donde el cotidiano sol lo calcinaría y un buitre comería todos los días su hígado y entrañas. El suplicio duraría 30 mil años (estaremos de acuerdo en que ese lapso, para efectos prácticos, es una eternidad). Llegada la noche el buitre abandonaría su faena y los dioses restaurarían el martirizado cuerpo para que al día siguiente la rapaz regresara a devorarle las renacidas vísceras. Se cuenta que Prometeo tenía la posibilidad de detener el castigo revelando un secreto que le hubiera valido la piedad del dios. No obstante prefirió el martirio antes que humillarse ante la tiránica deidad.
Prometeo sabía que con su regalo el hombre fabricaría armas, instrumentos de labranza, fundiría metales para hacer monedas y se alzaría por encima de todas las demás criaturas de la Tierra. Sabedor del tesoro entregado a los hombres, estoicamente sufriría el tormento.
Ahora bien, sobre el mito de Prometeo, Kafka escribe:
“De Prometeo nos hablan cuatro leyendas.
Según la primera, lo amarraron al Cáucaso por haber dado a conocer a los hombres los secretos divinos, y los dioses enviaron numerosas águilas a devorar su hígado, en continua renovación.
De acuerdo con la segunda, Prometeo, deshecho por el dolor que le producían los picos desgarradores, se fue empotrando en la roca hasta llegar a fundirse con ella.
Conforme a la tercera, su traición pasó al olvido con el correr de los siglos. Los dioses lo olvidaron, las águilas, lo olvidaron, él mismo se olvidó.
Con arreglo a la cuarta, todos se aburrieron de esa historia absurda. Se aburrieron los dioses, se aburrieron las águilas y la herida se cerró de tedio.
Solo permaneció el inexplicable peñasco.
La leyenda pretende descifrar lo indescifrable.
Tanto para Borges como para Kafka, una vida perpetua como la conocemos, más que recompensa resultaría condena. «El inmortal» de Borges ha perdido el habla, acaso balbucea… Sólo le queda una pálida niebla del tiempo, de memoria. Los innumerables siglos se han decantado al abismo del olvido… Para el praguense la perpetuidad imaginada como condena es también olvido y tedio…
Así pues, tanto la fantástica historia de «El inmortal» como la mitológica leyenda de Prometeo tienen desenlaces indeseables para cualquiera que aspire a una interminable vida. Y es que la inmortalidad a fin de cuentas nos es por demás incomprensible, ya que estamos constreñidos a conceptualizarla desde la mortalidad, desde nuestras severas limitaciones, y es que como dice Jiddu Krishnamurti:
La mente es lo conocido, siendo lo conocido aquello que ha sido experimentado. Con esa medida tratamos de conocer lo desconocido. Pero es obvio que lo conocido jamás puede conocer lo desconocido; sólo puede conocer lo que ya ha experimentado, lo que le han enseñado, lo que ha acumulado.
P.S.: Hay en el texto borgiano un aspecto fundamental tácito que no explora a fondo. Ese aspecto está circunscrito a la «consciencia de sí». En el intrincado escrito de «El inmortal», Borges apenas lo menciona: “lo divino, lo terrible, lo incomprensible es saberse inmortal”. Y es que a diferencia de los animales, «el hombre sabe que sabe», es decir, tiene consciencia de sí, se sabe existente… Las demás criaturas «saben, pero no saben que saben». El saberse implica necesariamente la consciencia. Y es allí donde a mí parecer, saberse imperecedero se convierte más que en premio, en un infinito tormento.
Morelia, Michoacán a 17 de febrero de 2024
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1 Al convertirse en inmortal, el protagonista pierde su identidad. Epígrafe de «El Inmortal».
2 En otras versiones mitológicas se dice que el fuego lo robó de la fragua de Vulcano. Diccionario de Mitología Grecorromana. Editor: Víctor Civita. Sao Paulo, Brasil. 1974. P. 159.
3 Op. Cit. […] Desafió a Júpiter, declarando que conocía un secreto del Hado sobre su destitución. P. 159.
4 Jiddu Krishnamurti. Sobre Dios. Kairós. 2003. P. 11.
