A mis hermanos:
Jesús, Guadalupe, Paloma, Silvia, Amor y Diana
Marco Antonio Zárate Mancha
Debe haber sido a comienzos de los años 70. Los domingos al mediodía mi papá me mandaba a comprar los periódicos. Regresaba con el infaltable Excélsior, El Heraldo de México, Novedades, El Sol de México…, la revista Siempre. Todos los diarios traían suplementos dominicales. El Diorama de la Cultura de Excélsior era de primera línea. En algún ejemplar de varios que había guardado celosamente, se recogían las experiencias de John Cage sobre el silencio. Desafortunadamente entre tantos cambios de ciudad y domicilio, terminó perdiéndose.
John Cage fue un músico estadounidense de vanguardia. Buscando fuentes de inspiración para sus composiciones quiso explorar la ausencia de sonido. Escuchar el sonido del silencio. Hizo algunas consultas e investigaciones y le revelaron que en su país había varias universidades que poseían cámaras anecoicas. Tal es el nombre de esas instalaciones aisladas por completo de sonidos. Estableció contacto con algunas de ellas y la Universidad de Harvard le ofreció sus instalaciones. Ello ocurrió en 1951. Una vez realizó los trámites de rigor, pactó día y hora para entrar a la cámara. El responsable de su operación le habló de los materiales empleados en su escrupuloso diseño y para aislar acústicamente aquel recinto. Varias puertas obstruían cualquier ruido por menor que fuera. Le señaló una pequeña mesa en medio de la cámara y una silla para que estuviera cómodamente sentado mientras experimentaba la ausencia total de sonidos: escuchar finalmente el anhelado silencio. Por último, le mostró un botón rojo en la pared, recomendándole accionarlo para hacer sonar un timbre en el exterior y acudieran a abrirle.
El encargado salió, sellando herméticamente las puertas. El músico se apoltronó y tardó un poco en acostumbrarse al silencio, para su infortunio supo que aquel lugar no estaba aislado, toda vez que escuchaba ruidos. Pasados unos 20 minutos, frustrado accionó el timbre y acudieron a abrirle la cámara. Visiblemente contrariado se dirigió al encargado y dijo que las instalaciones no estaban aisladas como había mencionado, toda vez que había escuchado varios sonidos. El encargado tranquilamente, dijo: —¿Podría describirme los sonidos que escuchó? Desde luego, replicó: —Son dos muy evidentes: el primero es un ruido constante como si se tratara de una sirena; el otro también es constante, pero más bien como rumor sordo.
El encargado respondió: —El primer sonido que usted describe es su sistema nervioso trabajando y el segundo es la sangre de su cuerpo corriendo por sus venas. Cage, cayó en cuenta que era imposible escuchar el silencio, toda vez que la orquesta del cuerpo, la vida pues, genera sus propios ruidos.
Si John Cage se deslumbró, a mí su experiencia también me impactó al grado de que han pasado más de 50 años en que leí en Diorama esa experiencia y la sigo atesorando.
La cuestión de Cage no paró allí. Pues tuvo una consecuencia. Para preludiar el colofón de esta historia, haré una digresión. Resulta ser que mi librero, me recomendó una obra que es una antología de crónicas de diversos periodistas y escritores. El título: “Mejor que ficción”. He leído los tres primeros textos, el inicial de Juan Villoro “Arenas de Japón”, recoge sus impresiones y reflexiones sobre la vida en el país del sol naciente. El segundo de Leila Guerrero: “El rastro de los huesos”, narra la aventura del comienzo de los buscadores de fosas y huesos en Argentina, que irremediablemente nos remite a estos atribulados y trágicos tiempos de nuestro país. El siguiente trabajo donde me detendré, es de Sabrina Duque y se centra en parte de la vida de un personaje muy especial. Un sonidista, el portugués Vasco Pimentel, director de sonido que inspirara la película Lisbon Story (Historias de Lisboa de Win Wenders). Vasco Pimentel tiene un oído privilegiado y lo resguarda como verdadero tesoro, al grado de pedirle a su mujer que no le hable cuando acabe de despertar. Al salir a la calle, previamente se acondiciona unos tapones especiales para aislar sus oídos.
Y es que ya lo advierte la sentencia: “Hasta el hombre más parlanchín, suele ser taciturno por las mañanas”. Imaginemos a Vasco con súper oído que no quiere escuchar ninguna estridencia o sonido incómodo. Por las mañanas necesita una hora y media de silencio…
«Como todo sonidista, Vasco Pimentel es un creador de sonidos y de silencio. En la obra más famosa de John Cage, 4’33, una orquesta interpreta unas partituras en blanco durante cuatro minutos y medio. Esto es, no tocan nada: el público solo escucha su propio silencio y los sonidos del teatro. Antes de componer la obra, Cage había visitado la cámara anecoica de la Universidad de Harvard […] Cage entró en la cámara esperando escuchar el silencio, pero descubrió que allí adentro seguía oyendo dos sonidos, uno alto y uno bajo. El ingeniero de sonido a cargo le explicaría que el sonido alto que escuchaba correspondía a su sistema nervioso y el sonido bajo a su sangre en circulación. Eso lo llevó a componer 4’33. Según El libro de Guiness de los récords, una sala similar, la cámara sin eco de los Laboratorios Orfield, en Mineápolis, Estados Unidos, es el lugar más silencioso del mundo. Quienes entran y cierran los ojos en esa cámara sin eco no perciben ningún sonido. Encerrados detrás de tres puertas pesadas, la mayoría de los visitantes siente angustia y pronto pide salir. El silencio causa placer, pero una prolongada ausencia de sonidos nos abruma(1)».
En lo que corresponde a nuestro sistema auditivo, “el oído humano es sensible a una gama aproximada de 16 hasta 20 mil ciclos” (Hercios), según refiere Otto E. Lowenstein(2). La mayoría de los equipos de sonido de alta fidelidad para reproducción de música tienen un rango de 20 a 20 mil ciclos. Ese es el espectro de audición que tiene el ser humano y con el paso del tiempo se va perdiendo y por tanto su capacidad para escuchar frecuencias bajas y altas, respectivamente.
La curiosidad indagatoria de John Cage lo llevó a atestiguar que no existe el silencio ya que el cuerpo, la prodigiosa maquinaria de la vida produce su propio ruido, pero justo eso ya lo sabían los griegos en la antigüedad. Michel Serres (3) nos dice que en el pasado las curaciones en la pequeña ciudad griega de Epidauro, provenían de los sueños, y que en éstos el paciente debería escuchar e interpretar lo que su cuerpo le decía, ya que:
«La primera fuente de ruido yace en el organismo, cuya oreja propioceptiva(4) escucha, en vano a veces, el murmullo subliminal: millares de células se entregan a una acción bioquímica a tal punto que nos desvaneceríamos bajo la presión de su rumor. De hecho escuchamos algunas veces y llamamos enfermedad a este sonido».
En eso coincide el francés Alexis Carrel, Premio Nobel en Medicina (1912), cuando en su interesante libro “La incógnita del hombre”, reflexiona y concluye: «El cuerpo sano vive silenciosamente». Por tanto, el dolor sería todo lo contrario: un grito desesperado del cuerpo enfermo.
«El cuerpo sano vive silenciosamente. No le escuchamos, no le sentimos funcionar. Los ritmos de nuestra existencia se traducen por las impresiones cenestésicas, que, como el dulce rumor de un motor de dieciséis cilindros, ocupan el fondo de nuestra conciencia cuando nos sumergimos en el silencio y el recogimiento. La armonía de las funciones orgánicas da el sentimiento de la paz. Cuando la presencia de un órgano se acerca al umbral de la conciencia, este órgano comienza a funcionar mal. El dolor es una señal de alarma. Muchas gentes, sin estar enfermas, no gozan, ciertamente, de buena salud. La calidad de algunos de sus tejidos es mala. Las secreciones de tal glándula o de tal mucosa, es escasa o abundante. La excitabilidad de su sistema nervioso es exagerada. La correlación de sus funciones orgánicas en el espacio o en el tiempo se opera mal. La resistencia de sus tejidos a las infecciones no es suficiente. Estos estados de inferioridad corporal obran pesadamente sobre su destino y les hacen desgraciados. Aquel que descubriera los medios de producir el desarrollo armonioso de los tejidos y de los órganos, sería el instaurador de un gran progreso, porque, aun más que el propio Pasteur aumentaría en los hombres la aptitud para la felicidad(5)».
Hará un par de años, el joven youtuber y músico Callux, se aventuró a romper el Récord Guiness de permanencia en una cámara anecoica. El mayor tiempo recomendable es no más de 45 minutos. Los efectos nocivos los describiré adelante. Ya sabemos que los jóvenes modernos tratan de hacer prácticamente lo imposible por destacarse en busca de los ansiados “Like”. No son pocos los que han ofrendado su existencia al moderno dios “Like».
En la hora y 26 minutos que estuvo Callux en la cámara esto experimentó: En los primeros cinco minutos se sintió completamente desorientado. La confusión estuvo acompañada de zumbido de oídos (tinnitus); pasados quince minutos las luces bailaban a su alrededor y a la media hora escuchaba la sangre corriendo por sus venas. Pasada una hora estuvo a punto de aventar el arpa, pues tenía fuertes alucinaciones, no obstante se sobrepuso y se extendió hasta una hora y 26 minutos.
Según el diseñador de la cámara, refiere que lo común es escuchar tu corazón, a veces podrás escuchar los pulmones y los movimientos peristálticos de tu sistema digestivo… y concluye: “En la cámara anecoica, te conviertes en el sonido”.
Así pues, a lo más que podríamos anhelar, por tanto, es como dijo San Juan de la Cruz, a mantener la «casa sosegada», pero no en silencio, pues este nunca podremos conocerlo. Estamos imposibilitados de lograrlo.
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1. Jorge Carrión, editor. Mejor que ficción. Editorial Almadía. 2022. P. 96.
2. Otto E. Lowenstein. Los sentidos. Breviarios del FCE. 1969. p. 128.
3. Michel Serres. Los cinco sentidos. Ciencia, poesía y filosofía del cuerpo. Taurus. 2002. p. 139.
4. La propiocepción es la capacidad de percibir la posición, el movimiento y la acción de las partes del cuerpo. Es un sentido que nos permite saber dónde están nuestras articulaciones y músculos, y cómo se están moviendo.
5. Alexis Carrel. La incógnita del hombre. El hombre ese desconocido. Editorial Edesa. 1967. pp. 122-123
