Por:
Marco Antonio Zárate Mancha
En un añoso y deshojado libro, encontrado en un botadero de una librería de viejo en el centro de la ciudad de México, hará más de medio siglo, encontré una especie de cronología sobre la historia del átomo. Algo en ese vetusto cuadernillo me llamó la atención y gustoso pagué los $5.00 pesos marcados. Por mucho tiempo el cuadernillo deambuló por estantes de mis libreros. Recuerdo haberlo leído en alguna ocasión, pero en tantos cambios de residencia, el librillo de marras se perdió, como tantas otras cosas. También rememoro a mi madre decir que siete mudanzas equivalían a un incendio. Es muy probable. Se pierden y regalan una buena cantidad de cosas en cada cambio… Así que ahora trataré de escribir teniendo como referencia ese libro perdido y las nebulosas de mi memoria.
Demócrito de Abdera se sabía, antes que nada, filósofo. Su amplitud de miras y comprensión de las cosas en diferentes campos del conocimiento, lo hacían polímata. No obstante, su verdadera vocación y pasión era la filosofía. Su relevancia y principal aportación en la historia de la filosofía estriba en su concepción de lo que por centurias se consideró la base más elemental del universo: el «átomo». Por su valiosa contribución «atomista» se considera «padre de la física» o «padre de la ciencia moderna».
El librillo aquel —creo recordar— mencionaba que Demócrito de Abdera tenía una vecina que trabajaba haciendo banquetes, era notable cocinera y además gustaba agasajar con cierta frecuencia el paladar de su descollante vecino. Según Deméter, nombre de la vecina, sus padres fueron campesinos y devotos de la diosa griega de la agricultura y de las cosechas: Deméter. Así que cuando aquella criaturita rubia nació, no dudaron en llamarla por ese nombre…
Su oficio consistía en cocinar para invitados especiales de sus patrones. Refería el cuadernillo que en una ocasión ordenaron un platillo especial: crías de conejo en una salsa preparada con huevos duros molidos, pimienta, cebolla, comino, perejil, bayas de mirto, vinagre, miel, garo y aceite de oliva. Todavía tenía que comprar algunos ingredientes y para su infortunio dos galopines habían fallado. Demócrito, al saber el agobio de su vecina ofreció su ayuda, advirtiendo que sus habilidades en esos lances eran limitadas, por lo que pidió su indulgencia. La cocinera le encargó algunas tareas, la más importante picar la cebolla; la receta la pedía finamente picada. Para Deméter esa faena le habría costado llorar al grado de hincharle y casi cerrarle los ojos como en otras ocasiones, por lo que vio en su vecino una ayuda providencial.
La mañana era muy fresca y las cebollas en una arpilla habían pasado la noche a la intemperie. Demócrito, sin mayores preámbulos, tomó la primer cebolla y comenzó a observarla. Retiró las cubiertas secas, manchadas y maltratadas; siguió desechando pielecilla tras pielecilla al blanquecino bulbo. Nunca se había detenido tanto tiempo en observar una cebolla. Después de pelar más de media cebolla, concluyó: «Si retirara una a una todas las capas o cubiertas, ¿habría cebolla?» Se sorprendió. «La cebolla no es más que la suma de todas las cubiertas, de una pluralidad de pielecillas» —concluyó. Tomó una segunda cebolla y un afilado cuchillo, la partió en dos, luego en cuatro; tomó un cuarto y lo dividió en dos…, su cabeza comenzó a volar. «Puedo seguir cortando de forma indefinida, pero ineluctablemente llegará un momento en que no sea posible cortar, en que ya no sea posible dividir…» Había arribado al concepto de «átomo», literalmente a: «sin» y tomos: «sección o división». Frenéticamente cortaba cebollas mientras su mente intentaba llegar a más conclusiones: «Todo lo que vemos, en última instancia, no es otra cosa que átomos y vacío» … Y continuó sus lucubraciones: «Convencionalmente podemos hablar de frío y caliente; de dulce y amargo, pero en realidad lo único existente son átomos y vacío». A partir de ese momento puso toda su fe en el «átomo» y en el «vacío». No existía nada más. Todo aquello ocurría alrededor del año 400 antes de nuestra era.
Pronto, Demócrito disertó sobre sus razonamientos y conclusiones en varios foros y no tardó mucho en tener severos detractores. Entre otros Platón, que abogaba por quemar las obras de Demócrito y, sostener que tras las apariencias de la realidad manifiesta, hay un mundo profundo y auténtico: «el mundo de las ideas». La verdad —según Platón— residía en formas trascendentales más allá de la física (de la metafísica, pues). Para Platón todas las cosas materiales no son sino una copia de las ideas que habitan en el mundo de las formas, siendo estas formas las causas de toda la realidad.
Quizá, y volviendo a la cebolla de Demócrito, cada razonamiento en el largo camino de la filosofía es como una pielecilla que envuelve a otra y a otra y a otra… Y todas son una… Por lo pronto, creo que la aportación de Demócrito en su momento fue muy relevante: llegar a preconcebir una partícula elemental indivisible, eterna e inmutable —«átomo»— que consideró ladrillo de todo cuanto vemos y lo demás sería «vacío». Su temprana especulación tendría que esperar varios siglos para ser reivindicada. Fue hasta los siglos XVII y XVIII que se transformó en hipótesis científica y más tarde en teoría científica. Entre sus más importantes seguidores estarían: Galileo Galilei, Robert Boyle e Isaac Newton… Más tarde dio pie a la atomística química encabezada por John Dalton, Aleksandr Búlterov y a las significativas aportaciones de Dimitri Mendeléyev y su Ley Periódica de los Elementos…
Y pensar que según aquel viejo librillo deshojado, toda esta historia comenzó con una modesta cebolla. Más tarde leí casi la misma anécdota, pero excluye a Deméter, y la hortaliza se reemplaza por una fruta. La heroína es una manzana… Quizá sucesivos amanuenses cambiaron la cebolla original, pues concluyeron ultrajaba el trascendente hallazgo del filósofo y optaron por la manzana, fruto por demás omnipresente en la historia de la humanidad. Estuvo en el Paraíso Terrenal como fruto prohibido; en la epifanía de Isaac Newton y su Ley de la Gravedad; atravesada por una saeta de Guillermo Tell y hasta en el cuento de Blanca Nieves. En lo que a mí respecta, me gusta más aquella historia de Demócrito, Deméter, la lacrimosa cebolla y el suculento platillo de tiernos gazapos.
LA CEBOLLA DE DEMÓCRITO DE ABDERA
