EL INFIERNO DE LO IGUAL

Marco Antonio Zárate Mancha.

Verano de 1973. Unos amigos y yo seríamos pioneros del reciente “hermanamiento” de Morelia, Michoacán con Fullerton, California. Hicimos los preparativos y unos se fueron en avión a Los Ángeles y yo volé a Tijuana, Baja California. De ahí seguiría mi periplo en transporte terrestre a Fullerton.

Del aeropuerto a mi destino el taxi me cobró en dólares. Ese fue el comienzo de varios sinsabores. Reclamé al taxista el cobro en moneda extranjera si estábamos en México. Quizá acostumbrado a esa queja y mi evidente juventud, fue indulgente y me dijo que allí, por ser frontera, era común usar el dólar en muchas transacciones. Que lo mejor era que me acostumbrara. Hice el cálculo a pesos y pagué. Me hospedé en casa de una tía. Al día siguiente que decidí cruzar la frontera me topé con la primera barrera: un corpulento y torpe norteamericano que recibía los documentos me humilló preguntándome que a qué iba a Fullerton, qué cuánto dinero llevaba, al grado de obligarme a mostrárselo. Después en lo que era un castellano mocho me hizo una pregunta que no entendí:

—¿Quién es en Fullerton…?
Se me pararon los cabellos y sólo atiné a repetir la pregunta:
—¿Quién es en Fullerton? Y repliqué: —¿Quién es qué…?
Visiblemente irritado me repitió la pregunta y yo volví a decir:
—¿Quién es qué…?
El hombre, iracundo, aventó mi pasaporte a la mesa y en lo que él pensaba era un español perfecto, espetó:
—¡Usted no está preparado para pasar…!
Y yo le repliqué:
—¡Pues usted tampoco está preparado para ese puesto! ¡No sabe hablar español…!

Tomé mis documentos y mis maletas y emputadísimo y mentando madres me regresé a casa de mi tía que al verme volver se sorprendió y preguntó: —¿Qué te pasó? Y, encabronado como iba, le platiqué lo sucedido. Con calma me respondió: —No te preocupes, nosotros te llevaremos el domingo… Y así fue. Mi tía y su esposo me llevaron a Fullerton y me dejaron a las puertas de los dormitorios de la California State University of Fullerton. Aquellos edificios parecían hotel.

Recuerdo algo muy agradable. Cuando aquel mediodía finalmente me bajé del carro en el estacionamiento de los dormitorios, lo primero que escuché fue Any Colour You Like del emblemático LP de Pink Floyd The Dark Side of the Moon, que, desde una ventana abierta del segundo piso, psicodélicamente fluía llevándose los sinsabores del anodino periplo. Recuerdo que me dije para mis adentros: Llegaste a casa…

Al entrar al lobby de los dormitorios y preguntar en mi inglés oaxacaliforniano a unos estudiantes por mis compañeros, éstos, alcanzaron a escucharme desde algún lugar de los amplios dormitorios y con gran entusiasmo acudieron a mi encuentro. Ese verano en California fue inolvidable y dos meses de fiestas ininterrumpidas esperaba por nosotros.

Omití, de manera deliberada para el final de esta breve crónica, mi desilusión de aquel viaje en automóvil cruzando por varias ciudades de California. El primero que hacía en ese medio en nuestro país vecino del norte. Me explico. Desde que cruzamos la frontera, no quitaba la vista de la ventana viendo desfilar las casas y los enmarañados highways…, perdí miserablemente el tiempo buscando algo diferente, pero, aquello parecía un loop: el paisaje se repetía interminablemente. Las mismas tiendas, los mismos colores de las franquicias que se replicaban una y otra vez, como si se desdoblaran en el horizonte conforme avanzábamos. Tampoco veía gente caminar por las calles. Nada más una fila de autos parecida a una continua fila de apuradas hormigas multicolores. En verdad nada memorable. Nada. Paisaje monótono y, por tanto, aburridísimo. En palabras de Byung-Chul Han: El infierno de lo igual.

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