Creo que uno debería tratar de creer en las cosas,
aunque las cosas acaben defraudándonos.
Jorge Luis Borges
Ayer la mamá de mi hijo Emiliano fue a la ciudad de Querétaro a revisar avances en la construcción de la casa. Emiliano y yo decidimos quedarnos en Morelia. El día transcurrió con algunas pequeñas felicidades, de esas cotidianas que por ser así, de esa sustancia diaria deleznable como talco, apenas somos conscientes de ellas y las notamos. Ya por la noche tuvo antojo de churros con chocolate y fuimos a un merendero ubicado en la cerrada de San Agustín, que previamente sugirió. Él conocía el lugar y yo lo visitaba por primera vez. Me agradó el típico sabor de provincia de esas cenadurías repletas de gente de diversos estratos sociales, incluso extranjeros. Las amplias paredes de cantera exhibían pinturas de un artista local —refieren que suelen tener cuadros en exposición—. En esta ocasión, las obras en su mayoría de corte surrealista; después de otear rápidamente el sitio mis ojos se detuvieron ante la imagen del Minotauro. El hombre con cabeza de toro en cuclillas y desnudo inspecciona con su mano derecha unos huesos, seguramente restos humanos de doncellas y donceles que —relatan— le enviaban para satisfacer su voraz apetito. Extasiado no apartaba los ojos de la reproducción del mítico engendro y quizá, por uno de esos raros sortilegios que nos guarda la vida cuando nos alejamos de nuestros hábitos y de nuestras costumbres —lo conocido no tiene misterio— me dejé llevar por lo que Joseph Campbell decía era un arrebato estético. Inspeccionaba minuciosamente el cuadro y cada uno de sus detalles, como el gran acierto que tuvo el artista de colorear de un blanco luminiscente los ojos. Ojos que parecieran estar vacíos, pero a la vez plenos de curiosidad y de un cúmulo de apretujados sentimientos. Ojos iluminados como los de un furtivo animal nocturno sorprendido por los faros de un automóvil.
Y quizá para contextualizar este breve relato diré que el Minotauro siempre me ha obsesionado, al grado de haber leído una decena de veces ese pequeño relato de apenas cuatro páginas que Borges escribiera en su emblemático libro “El Aleph”. Me refiero a La Casa de Asterión, nombre con que sus padres, Minos y Pasifae, bautizaron al engendro. En ese mínimo escrito Borges define con una exquisita sensibilidad la terrible soledad del monstruo encerrado en el Laberinto de Creta —creado a instancias de sus padres por Dédalo, arquitecto del reino— para esconder esa terrible vergüenza. La inconmensurable imaginación borgiana narra también como Teseo no batalló para exterminar al hermano de Ariadna, con este breve epílogo:
<< ¿Lo creerás Ariadna? —dijo Teseo—. El Minotauro apenas se defendió>>.
El cuadro también me refrescó la lectura del libro de Joseph Campbell en donde analiza, entre otros, ese mito: El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito. También recordé que por ambas lecturas me fue dada la inspiración para escribir una poesía que obviamente intitulé:
Minotauro
Por una promesa no cumplida
te fueron a confinar en los intrincados
laberintos de la imaginación de Dédalo
Niñez, adolescencia y juventud
las viviste preñadas de profunda soledad
Tus carceleros, de vez en vez,
enviaban grupos de doncellas y donceles
para que te hartases
—Sé bien que no te los comías—
Sé, que en el irrefrenable gozo
de la inesperada compañía
te abalanzabas sobre sus temerosos cuerpos
y con topes y piruetas
mostrabas lo mejor de tu solitario corazón
Pero no medías la fuerza
y en el empeño de mostrar
tu inconmensurable amor
los destrozaba tu cornamenta
y tu desmesurada fortaleza
¡Oh Asterión! Un día supiste
que hasta el final de tus noches
vivirías eternamente solo
Te puedo ver en un atardecer
sentado contra un muro
tus negros ojos nublados por lágrimas
y con la certeza de una soledad
tan grande como el número de pasos que podías dar
sin llegar a ningún lado
Puedo ver el metal de una espada alzándose
como estrella refulgente
Puedo ver tus ojos llenos de asombro y ternura
y puedo ver como acomodaste tu vigoroso cuello
para que la hoja penetrara y cerrara por siempre
tus negros ojos
¡Oh Asterión! Qué soledad más sola la tuya
y cuánto amor perdido en los inextricables
senderos de tu prisión
(1990)
Después de la merienda salimos a caminar por el centro de la ciudad y Emiliano insistió en que hiciéramos el recorrido nocturno en el tranvía turístico. Y ahí vamos a los templos de San José, del Carmen, Las Rosas, San Francisco y La Calzada de Fray Antonio de San Miguel, escuchando leyendas que los experimentados guías aderezaron con su florida retórica. La verdad fue una noche mágica con mi hijo. Nos fuimos al estacionamiento por el carro. Atrás quedaban los fuegos nocturnos que preceden la iluminación sabatina de la portentosa catedral; atrás dejábamos las leyendas que siguen siendo parte de esta trajinada ciudad y de las cuales fuimos fieles escuchas.
Hoy domingo me despierto, abro Internet, veo los diarios virtuales y me digo: en esta vorágine de cosas y acontecimientos debemos de darnos tiempo para pensar con tranquilidad las cosas. Debemos meditar aunque la vida parezca nunca detenerse. Después de un proceso intenso como el que vivimos es necesario hacer un momentáneo alto y tratar de interpretar lo sucedido, aunque a veces parezca que la vida nos superará si renunciamos a proyectar cosas. Para los taoístas es posible hacer sin hacer. Porque si la vida corre desenfrenada qué caso tiene subirse a ese desbocado tren. Atisbemos mejor sobre lo que está oculto, sobre lo que aún no se muestra pero que está latente, como la vida silente y en latencia de una semilla. Quizá si sabemos ver nos será dado vislumbrar nuevos horizontes. Un cordial saludo dominical de su amigo.
Marco Antonio Zárate Mancha.
